domingo, 6 de agosto de 2017

Dos o tres ideas convencionales sobre las que nos apoyamos para hablar de amor


No teníamos que estar ahí. Se suponía que a esa hora nos teníamos que encontrar en otro lugar. Pero por razones que no vienen al caso, nos terminamos citando en el bar de Brasil. Frente a dos cervezas, mi novio y yo mirábamos el barrio a través de los ventanales. 

Las cervezas tenían un color ámbar que me hizo acordar a una piedra semejante encontrada una vez, con un insecto adentro, fosilizado, intacto. Un insecto venido de la prehistoria.

El bar de Brasil queda en la esquina de casa. Tiene otro nombre. Pero para mí conserva ése desde aquella noche que nos encontramos de casualidad, hace un año. Nos conocemos porque Brasil es músico y road manager de una banda amiga. Él es parte de la gente del camino con la que una se ve de vez en cuando en la ciudad, en el medio de recitales.

“¿Qué hacés por acá?, le pregunté. Y me contó que con un socio compraron la farmacia que había cerrado tiempo atrás. La iban a transformar en bar. Se tomaron casi un año pero al fin, lo abrieron. La farmacia era antigua y los socios tuvieron la delicadeza de preservar los escaparates originales, de madera labrada; un vitraux en el techo y aún la balanza cuya aguja revela el peso de quien decida saber si funciona o no la dieta. Incluso están exhibidos unos cuantos frascos que se usaban para recetas magistrales. Tienen etiquetas borroneadas con nombres hermosos: borato de sodio, sales de Schüsser, sulfato de zinc.

A través de los ventanales del bar, San Telmo se transforma. Y puedo observar este barrio con lupa. Me gusta ver a las vecinas de siempre tomando de la mano a sus nietos mientras se protegen del frío con sus sacos de punto. Y a las turistas que andan en ojotas en pleno invierno, rubias y encantadas de eso que nosotros interpretamos como frío y ellas como calor, quizás porque viven en países donde nieva. Me gusta ver a mi peluquera, que atiende acá enfrente, charlando con un hijo adolescente que la dobla en estatura. Me causan gracia los varones que pasean perros tan diminutos que parecen prótesis mal puestas. Extensiones chistosas, mínimas, de esos cuerpos viriles. Cuando juntan la caca del perro en bolsitas de nylon, los hombres se transforman en súbditos de esos reyes caninos. 

Ahí estábamos, mi novio y yo, en medio de un día donde el silencio se tornaba viscoso.

De repente, al otro lado, alguien se detuvo y nos miró. Era joven y rubio. Llevaba un saco pasado de moda y un gorro de lana arriba de un sombrero. Había algo estrambótico en su vestuario, como quien se puso lo que encontró arriba de la silla porque estaba pensando en otra cosa.

Nos miró. Nos siguió mirando. Sonrió.

Sacó un cigarro del bolsillo de su saco con un gesto teatral. Nos hizo señas: pidió fuego.

Mi novio buscó un encendedor. Salió. Lo miré desde atrás del vidrio mientras le daba fuego al otro. Mi novio es hermoso, los ojos demoledoramente claros y bellos, a veces tan cercanos que me puedo hundir ahí como en un mar de confianza; a veces lejanos, parados en una vida que tiene sus secretos.

El hombre empezó a fumar al otro lado. Dio una pitada, dos, tres. Se aseguró de ganarse toda mi atención. Entonces movió las manos. Un gesto rápido. El cigarrillo desapareció. Mostró las palmas de las manos vacías y sonrió. Nada por aquí, nada por allá.

Me reí y empecé a aplaudir. Se aplaude a los magos ¿verdad?

Era lo que él esperaba. Entró.

Dijo algo en francés. No sé francés. Le respondí en inglés. No hizo caso. Volvió a la carga en en un castellano defectuoso. Y anunció con gesto dandy: “Soy Guapo Chico. ¿Hay cerveza para mí?”.

Mi novio fue hasta el mostrador para cumplirle el deseo. O para seguirme el juego a mí, que estaba decidida a saber quién era este personaje.

 A la vez, él estaba decidido a que todo el bar le prestara atención. A veces la complicidad con gente extraña tiene efectos sorprendentes. 

Pidió otro cigarro a los pibes de al lado, lo encendió, hizo como que le quemaba la remera a uno. “No, por favor no hagas eso”, me escandalicé. El pibe de la remera dijo que no pasaba nada. Y no pasó. Era sólo un truco.

Atrás apareció una mujer con un gorro tejido, parecido al de Guapo. “Nos conocimos hace un tiempo en Ibiza. Él es mago, músico, performer así que hace algunas de esas cosas según el día. Me vino a visitar a Córdoba y yo lo traje para que conozca el barrio donde nací”, explicó la novia de Houdini.

Para entonces, todos estábamos expectantes. 

Brasil bajó la música, se acercó y los presenté. Guapo Chico pidió un sobre de azúcar, Brasil armó un hueco con sus manos como buen partenaire, el otro vació su sobre ahí. Luego hizo mímica, como si se esnifara el azúcar. Y lo cierto es que el azúcar desapareció. "Muestre las manos, amigo", invitó el mago mientras se frotaba la nariz con estudiado descaro. Y el azúcar reapareció en las manos de Brasil.

El bar entero aplaudió, hubo copas que chocaron y un instante de celebración colectiva.

“Ustedes dos son maravillosos. No estar enojados. El enojo es mala cosa”, susurró el rubio mirándome de costado mientras agradecía al público con reverencias.

¿Tanto se notaba el enojo?

Hace unos días hablé con un amigo. Según su astróloga, aseguró, su carta de Tarot era el arcano XXI: El Mundo. Me pareció "demasiado" pretencioso. El Mundo es la última carta de los arcanos mayores. En ella, una mujer desnuda danza en medio de una corona de hojas. A sus pies, dos animales: uno puede ser un buey o un caballo; el otro, un león. Hacia arriba, un águila y un ángel. 

El Mundo es la carta de la realización absoluta, de la expansión, de la sabiduría alcanzada para un nuevo comienzo. ¿Quién puede llegar hasta ahí? “También es la carta que propone el modo más adecuado de bailar. O sea, sabiendo cómo mantener el equilibrio. La chica de la carta está apoyada en la punta de su pie”, observó mi amigo, que se ríe de mis bravuconadas cuando abuso de la palabra “demasiado”. Tampoco fue casual que apelara a eso del baile. Me gusta todo lo que baila. Será que no nací con ese don.

Recordé esa charla apenas irrumpió el Mago, que también tiene su propio arcano: el número I. En la carta, hay una mesa con todos los materiales disponibles para comenzar un camino. Un frasco, un cuchillo, un cubilete, dados. Quizás no se necesite más.

Así que ahí estábamos, mientras el Tarot parecía haber dado una vuelta completa danzando conmigo.

Guapo Chico es también un trashumante, el Loco, el arcano sin número que se mueve con libertad por la baraja para susurrarle al rey todas las verdades y simular locura si no es entendido. El que siempre tiene un doble fondo. El que burla las órdenes. El Jokerman.

Pidió lápiz y papel. Anotó algo y lo puso debajo de mi copa. Me hizo elegir un número entre el uno y el nueve. Elegí el siete. Después me hizo pensar un color. Elegí el rojo. Luego le hizo elegir un color a mi novio. Eligió el azul. “¿Qué surge de la combinación de rojo y azul?”, tradujo la novia de Houdini, mientras bebía un poco de la cerveza que él había dejado. “Violeta”, respondimos como chicos obedientes. Él nos hizo mirar el papel. Tenía trazado un número siete y una palabra que podía ser “violeta”, mirada con cierto cariño. “Yo entiendo español pero escribo poquito”, se justificó.

Anduvo silbando por ahí un rato más. A esas alturas, sin embargo, ya nadie le prestaba atención. Mi novio se fue a fumar afuera. Brasil barrió los restos de azúcar que había en el piso y volvió a poner música. Los pibes de al lado pidieron otra cerveza.

Guapo Chico me miró. Sabía que yo, siempre antropófaga, esperaba algo más de ese banquete.

Puso su copa al borde de la mesa. La copa quedó en una posición inverosímil, todo el líquido ámbar a punto de caer. Pero no. 

“Equilibrio”, dijo. Idea A.

“Los hombres sonríen como niños cuando ven a un mago. Pero tú además, te emocionaste con el corazón”, dijo. Idea B.

“Yo soy el Gran Bambino”, advirtió mientras abría la puerta vaivén para retirarse de la escena. Idea C. 

Tres puntos de un dibujo invisible. 

Así Guapo Chico-Gran Bambino desapareció. Unas chispas hicieron equilibrio en el aire, por un segundo, antes de convertirse en nada. 


                                            (Jokerman/ Bob Dylan / un video de 1984)



domingo, 3 de mayo de 2015

Tres días en Montevideo

“Invisible es en cambio su movimiento oscuro”, leo. Circe Maia es una poeta de lo tenue que, en ciertos versos, ilumina la sombra de un modo rotundo. No importa lo que siga. Tampoco lo que haya venido antes. Estoy con su último libro en las manos. Se llama “Dualidades”. Estuve mirando libros de otros autores. Separé algunos, guardé la mayoría. Pero Circe sigue ahí y creo que nos iremos juntas. Tengo tiempo. Alejandro avisó que llega en un rato. Su librería  se llama “La Lupa” y queda en la peatonal Bacacay, al lado de un café del mismo nombre. Me siento junto al estante de poesía como quien decide hurgar la tierra para ver si aparecen monedas perdidas. Entran personas a preguntar por el libro de Gabriel Rolón, por uno de Calvino, por otro de cocina tailandesa. La chica de lentes me convida caramelos sugus (bah, me los sirvo) mientras atiende a cada uno, mientras envuelve un paquete para regalo. Es viernes a la tarde. Estoy en Montevideo. A pesar del resfrío que sigue, obstinado, desde hace varias semanas, me siento feliz. Desde la librería puedo ver la ventana de mi habitación, ahí arriba. Es que el hotel donde me alojo, el Spléndido, está enfrente.
Lo del viaje empezó como idea hace unas semanas. Mi padre estuvo enfermo en el verano pero ya se mejoró. O sea, no tuve vacaciones en el verano. Seguí yendo al diario todos los días. La inminencia del verano me daba temor. No sé por qué. Como si la sucesión de los días fuera la boca tibia de un animal que me iría a tragar y a escupir al costado de un río donde no podría bañarme. No sé de dónde saco esas ideas. Porque, la verdad, el verano se presentó desde el inicio manso, incluso festivo. 
Los años nunca empiezan un primero de enero. Las estaciones no empiezan los 21 cada tres meses. Mi verano empezó a comienzos de diciembre, cuando mi amigo Martín pasó por el diario con un libro que me había traído desde Montevideo: “Rolling Thunder”, ese milagro escrito por Sam Shepard sobre la gira que hizo Bob Dylan a mitad de los setenta por Nueva Inglaterra. Martín y su mujer Ana consiguieron el libro para mí. También trajeron algunos discos que les encargué; entre ellos, los de Eté & los Problems. Yo le había dicho a Martín que a ver si conseguía que el Eté firmase sus discos para mí. Ana, Martín y el pibe son amigos. No sé si lo había dicho muy en serio porque ya estoy grandecita para jugar a la groupie. Pero ahí estaban los discos -“Vil” y el flamante “El éxodo”- firmados en tinta negra, con letra irregular. Uno decía “Para Ivana, con una mano en el corazón” y el otro “Para Ivana, con la otra mano en el corazón”.
Fui a la casa de mi amiga Toia con esos tesoros para arreglar unos asuntos del viaje que haríamos juntas a la semana siguiente. Nos íbamos al mar antes de la vorágine de las Fiestas de fin año. Ahí fue cuando ella puso “El éxodo” en el equipo de audio que tiene en su estudio de yoga. Los pisos están cubiertos de una goma firme y suave. Y el último disco empezó a sonar a todo trapo. “Sos como Jordan / flotando sobre las manos del resto / en las alturas /estás tan sola”. Nosotras hacíamos pogo como cuando teníamos quince. Y volvíamos a tener quince porque se nos daba la gana. Y no estábamos solas. Así fue como esos discos se transformaron en una parte sustancial de mi banda de sonido el verano. 
Hay canciones que tienen su momento. Me refiero al momento en que están hablando exactamente de lo que te pasa. Un tipo que amé me había roto el corazón hacía unos meses y yo no sabía (no sé) muy bien qué hacer con eso. Sólo me salía escribir largas cartas que nunca mandaba porque no eran ni chicha ni limonada. O sea, intentaban algún punto de equilibrio en medio del caos pero a la vez, estallaban de rabia, de desazón, de enojo cada cuatro frases. Al fin opté por escribir un largo texto furioso que aún no encontró su destino final. Y mientras tanto, bailaba. En mi depto, en el mar, en la habitación de mis amores de paso, en el subte, en la sala de espera de los consultorios. Y luego, cuando mi padre enfermó, en el trayecto hasta el sanatorio, en la habitación a oscuras mientras él dormía, en los pasillos cubiertos de luces blancas. Si no podía bailar con el cuerpo, bailaba con el corazón. Algunos rezan, otros bailan, cada cual con sus ritos.
En fin, que cuando me enteré que “El éxodo” se presentaba en la Trastienda ahora, en abril, me pregunté por qué no volver a Montevideo. O, dicho de manera más ajustada, por qué no ir-y-quedarme-unos-días-for-first-time. Es decir, que Montevideo no fuera una escala apretada antes de llegar al mar uruguayo (como ocurrió otras veces) si no destino en sí mismo.
Hice algunos intentos para ir acompañada. Pero al fin decidí viajar sola.
Mi amiga Gabby me recomendó parar en el hotel Spléndido. “Si vas a quedarte unos días, es el lugar ideal”. Lo miré por internet, llamé por teléfono (soy tan analógica, la web no me da desconfianza) y reservé una habitación. Ya sabía algunas cosas: que iría al recital como quien cruza el río para agradecer por plegarias atendidas y que estaría en un hotel precioso en la Ciudad Vieja edificado en 1901, frente al Teatro Solís, al toque del bar La Ronda (me habían hablado tantísimo de La Ronda). En la página web se ve a Eva peinándose su larga cabellera rubia en una habitación. No es verdadera esa foto. Me encanta que no lo sea, que la gente del Spléndido elija a Eva como musa y ficción encantadora.
Llego un viernes de sol a Tres Cruces. Decido tomar un colectivo hasta la Ciudad Vieja. Doy una vuelta innecesaria al bajarme pero llego de todos modos. El Spléndido no tiene cartel en la puerta pero sí una escalera de mármol y unos cuantos afiches de asuntos tan diversos como una fiesta rave, el Pepe Mujica o Fito Páez sentado en una habitación de ahí mismo (esta foto, me dijeron, no tiene truco como la de Eva). Leandro, uno de los chicos a cargo del hotel, escucha Lou Reed. O Iggy Pop. O David Bowie. Me guía hasta la habitación.
Es enorme. Me arrojo sobre la cama doble para mirar el techo. Después empiezo a tomar algunas fotos. Como dice un amigo fotógrafo, hay que buscar la luz. Porque la cámara ve de manera distinta al ojo. A través de la lente, quise mirar los adornos del balcón. Pero la luz del mediodía aplanaba todo y yo no tengo pericia suficiente para regular esa luz según mi conveniencia. No me desalenté. La cámara me acompañó todo el tiempo en Montevideo. Tengo más fotos que notas. Fotografié detalles, objetos inertes, no personas. No me animo a levantar una cámara para fotografiar a alguien. A las personas las recuerdo. El sábado a la tarde, por ejemplo, había un grupo de cuatro señoras grandes sentadas en un banco de la avenida 18 de Julio. Estaban arregladas, con polleras largas y ceñidas, los labios pintados, rulos exuberantes. Se reían de cosas que murmuraban en secreto. No sé cómo hubiese hecho para captar ese instante. La imagen fija el instante. Las palabras lo evocan. A través de la palabra, la imagen se disgrega.
Bajo y voy a buscar el semanario Brecha. Sigo por la calle Ciudadela hacia el río. Paso por La Ronda, con sus paredes verdes y mesas de madera. Los precios están en unas pizarras en la pared. Es de tarde y no sé si estará abierto o no. Una chica con pañuelo en la cabeza escucha Janis Joplin. Sigo hasta la rambla. Ahí abajo hay un hombre con un niñito caminando sobre la costa. Es abril, no importa, hace calor. Más allá, alguien toma sol entre las piedras. Una ciudad que tenga un río-mar es una gran cosa.
Me baja un cansancio tan intenso. El cuerpo se acostumbra a estar alerta. Cuando se relaja, se cae de golpe. Pero no puedo quedarme tranquila sin cruzar la vereda e ir a saludar a Alejandro y a conocer su librería. Qué lindo es cuando las cosas te quedan cerca. Allá voy. Allá encuentro a Circe Maia. Alejandro me recomienda algunos libros más. Lo único que pienso es en cuánto me va a costar todo. Quedaría mejor que no lo relate aquí para resguardar mi imagen de chica de mundo. Pero no soy una chica de mundo. Como me habían dicho que Uruguay estaba caro, yo lo tomé al pie de la letra. Entonces, en vez de pensar la paridad “un peso argentino igual a dos pesos uruguayos y medio” pensé “un peso uruguayo, dos pesos argentinos y medio”. Así, cada libro me costaba casi mil pesos en mi cabeza. Le conté esto hace unos días a Ana. Se rió mucho. “Pero entonces estabas pensando precios a lo Hong Kong”, dijo. Y agregó que en definitiva, lo bueno es que compré libros y anduve y decidí hacer lo que tuviera ganas sin pensar en el precio. Visto retrospectivamente, es una actitud de vida interesante.
Vuelvo a mi habitación abrazando mi libro de Circe Maia, haciendo cuentas equívocas, quedándome con las ganas de otros libros que me llamaban desde los estantes como sirenas de voz pecaminosa, sensual, oscura. Esta eterna manía que tengo de adentrarme en la belleza aunque no se salga indemne.
Al día siguiente, sábado, desayuno en el comedor, con dos chicos japoneses en pijamas y remeras del Barca. Hablamos un inglés retaceado y divertido, como cada vez que se producen equívocos en un idioma. Me cuentan que esa tarde van a ver un partido al Estadio Centenario y al día siguiente viajarán a Buenos Aires para ver a Boca. Les cuento que viví mucho tiempo en Rosario y que hay algo entre Rosario y Montevideo que se parece (cierta escala humana que admite recorrer la ciudad sin abrumarse, una luz melancólica en las esquinas, la mansedumbre de un ritmo menos frenético; cosas así). Ellos me miran con interés. Pero no les interesan mis reflexiones antropológicas. “Rosariosentralniuls”, entendí. Y me cuentan que habían estado en las dos canchas o quizás dijeron otra cosa. No me da ningún orgullo no saber de fútbol, esa llave que te abre las puertas de conversación al mundo. Otra cosa que anoto en la lista de asuntos que debería aprender.
Cumplo con mi rol de turista aplicada y tomo un bus que recorre once puntos importantes de Montevideo: el Palacio Legislativo, el Jardín Botánico, el Parque Rodó, por ejemplo. Lo bueno es que te entregan una tablita con horarios de los bondis que forman parte del recorrido y que podés abordar en diferentes horarios si querés recorrer un poco. Subo al primer piso del bus, con un viento loco y los auriculares que te informan detalles sobre cada lugar. Decido bajarme en el jardín japonés y me pierdo. No sé por qué de repente me agarró tal interés por la botánica. Ah, sí, es que a veces intento escribir y que mis personajes miren determinado árbol, determinada flor y yo rara vez les sé el nombre. En fin, de esa excursión solo conservo la foto de pared al lado de una tintorería que lleva pintada la leyenda "misoprostol " o sea que en Montevideo también se aborta. 
Luego bajo en el Shopping Montevideo y camino hacia Pocitos. Me paso un largo rato admirando la costanera. Un amigo me había dado el dato de una librería, “Libros de arena” y allá voy. Vuelvo a la parada a esperar el bus. Mientras tanto, voy al baño de un Mc Donalds, al lado del shopping. El Mc Donalds huele enteramente a grasa bovina y a caca de bebé.
“Ya estaría siendo mi horario para irme”, escucho más tarde, a eso de las cinco, cuando dejo el tour atrás y voy en busca de La Feria del Libro, una librería antigua por 18 de Julio y Yi. Tiene dos pisos y está hecha totalmente de madera (no me dejan subir, es sábado por la tarde, no hay personal suficiente, me explica con amabilidad un señor peinado con gomina y corbata, un empleado de otro tiempo). La librería huele a viejo, ese aroma levemente picante pero evocador. “Ya estaría siendo mi horario para irme”, insiste el chico obeso parado en la puerta, también con gomina, también con corbata, mientras limpia con un plumero de plumas enhiestas unos cuantos libros de oferta acomodados entre las vidrieras. Nadie lo escucha. Avanzo hasta el fondo de la librería. “A mí me gustan tanto lo libros y la cultura que seguramente nos llevaremos bien”, dice una voz de mujer. “Seguramente”, agrega otra voz, al otro lado del mostrador, en una especie de despacho del que solo se ve un escritorio macizo. “Ya estaría siendo mi horario de irme”, vuelve a la carga el chico obeso, esta vez golpeando el vidrio ése detrás del mostrador. Y ahí es cuando salen dos mujeres. La rubia insiste con que pasará el lunes porque le gustan los libros y la cultura y seguro será buena con eso. La mujer morocha –sí, la jefa de todo- tiene el pelo tirante. Va vestida de negro y se hace la desentendida cuando el obeso ya se pone muy nervioso. “Atendé a la chica”, le dice a otra empleada que anda por ahí, vestida como un testigo de Jehová, con las polleras por el piso y un moño complicado alrededor del cuello. La chica dice que no puede atenderme porque está facturando una docena de libros de cocina que está llevando un cliente. No utiliza una caja registradora sino una de esas máquinas antiguas, con una manivela al costado y el rollo de papel con los números en negro y rojo. La dueña de todo despide a la rubia con un beso y le dice al chico obeso que aún no puede irse porque no llegó quien lo reemplace. La chica del moño complicado le pasa una tarjeta de débito que la dueña de todo no sabe usar. “Estas cosas modernas”, se impacienta hasta que al fin descubre cómo es el asunto. La dueña de todo tiene una belleza severa y, lo juraría, no más de cincuenta años. El empleado aquel de corbata que me atendió primero viene en mi ayuda y amablemente me pregunta qué necesito. “Subir al primer piso donde están los libros de literatura latinoamericana”, respondo. Insiste amablemente en que no. Afuera, el chico obeso sigue pasando el plumero a unos libros, con una furia poco amable. La escena es enteramente de otro tiempo.
Vuelvo al hotel y miro las fotos que estuve sacando. Por alguna razón, decidí que el itinerario secreto de mi viaje tendría que ver con librerías, con el recital del Eté como centro neurálgico. Fue una buena decisión: conocí La Lupa, la que estaba por Pocitos y la Feria del Libro, con su encanto anacrónico. ¡Y esta noche es el recital! También decidí tomar algunas fotos. Me gusta mucho la fotografía, ya lo dije. Siento que es una forma de registro, de recuerdo pero también es una forma de mirar en sí misma. A través del lente, los objetos son distintos. Y la luz es un misterio que los fotógrafos buscan aprehender ahora como los impresionistas del siglo XIX, que se pasaban horas al aire libre pintando las variaciones del día sobre el mismo charco de agua. “Imágenes de imágenes, luz filtrada y silencio”, escribe Circe Maia en el libro que compré. “Verde-luz. Verde-sombra. / Sobre hojas del sol, verde-translúcidas / se recorta la sombra de otras hojas. // Esa sombra no es negra. Es verde oscuro. / En la pared hay otras dualidades, pero / la pared no es totalmente blanca / la sombra tampoco es totalmente negra”, escribe Circe.
Decidí que voy a fotografiar todos los afiches del recital del Eté que encuentre por la calle. También fotografío mi habitación, su empapelado de líneas gruesas doradas, ocres, anaranjadas, los veladores, el balcón. Y luego, los timbres, las paredes descascaradas de la Ciudad Vieja, el cielo limpio, los cables que cuelgan en el vacío formando figuras geométricas. Y algún detalle: las paredes que aún recuerdan el triunfo de Uruguay en el Mundial el año pasado, esa increíble fuente donde los enamorados dejan sus candados para sellar amor eterno (amor amarrado, encadenado, uf) y el kiosko de al lado que anuncia que allí se venden candados por si algún par de enamorados decidió a último momento que se encadenaría de por vida.
A la noche bajo por la calle equivocada con mis pantalones dorados, vestida, perfumada, yendo al recital del Eté, que es en La Trastienda montevideana. Me detengo en un puesto callejero donde venden chivitos. Me zampo un chivito, me limpio con una servilleta de papel, adiós glamour, adiós lápiz de labios. Las calles de Montevideo son menos angurrientas que las de Buenos Aires. Me refiero a la luz. Las calles de Montevideo no necesitan ese derroche de luces blancas sino algunas anaranjadas, pocas. Pasa una chica de rulos. Le pregunto la dirección de La Trastienda. “Es para allá. Voy para allá. Ven”, dice en un acento portugués. Así conozco a Roberta, que es de Velho Horizonte pero vive en Montevideo hace unos meses y va al recital. Me voy a buscar mi entrada y ella se queda con unos amigos que tienen una banda llamada “Crysler”. Entramos todos juntos. Hacemos un montoncito con nuestros bolsos, como si estuviéramos por prender una fogata. El escenario tiene unas llamas de papel y cuando las luces se apagan, las llamas de papel parecen encendidas. Ahí están: el Eté & los Problems. Ellos son reales y yo vine a verlos y siento que sí, que crucé el río y que no tengo otra sensación más que una felicidad brillante como las luces del escenario. Hacen todos los temas del “El éxodo” en el mismo orden que el disco. Pero aquí suenan aún más potentes. La del Eté es una música sucia y apasionada, con varias letras de una simpleza sofisticada (“La portera”, por ejemplo, es un hermoso poema sobre lo que significa dejar un lugar amable en el campo para irse a otro más incierto, mientras atravesás la ruta en colectivo: “el pasillo qué importa / jugás con los botones / sos todo un astronauta / tu mano en los controles / jugando con las luces / tu cara en el reflejo / flotando sobre el pasto // Las vacas tan tranquilas / es todo tan tranquilo que te vas”). Cuando era adolescente, Eté –que tiene treinta y pocos años- se hizo amigo de Eduardo Darnauchans, quien le enseñó a componer letras y a hacer equilibrio en un mundo desquiciado que se terminó engullendo a Darna. El día anterior, en Brecha, había salido una entrevista. Ahí Eté explica que “El éxodo” tiene que ver con su proceso de separación tras diez años de estar enamorado. “Para grabar el disco acumulé fragmentos, ideas y conceptos durante dos años. Después hubo un período como de seis meses donde ya empezaron a aparecer formas de canción, con un inicio, cambios de acordes. Eran pocas, canciones cerradas había dos o tres. Cuando me puse a escribir el disco tenía 400 archivos en una carpeta. Convertí todo eso en veintipico de canciones. Fuimos al estudio con 17, grabamos 15 y quedaron 11. Durante esos dos años yo pensaba que estaba perdido, que no estaba encontrando el disco, y en realidad es un disco sobre estar perdido”, dice. Listo. Cualquier otra definición sobre un proceso creativo (sea un libro o un disco) sobra. En “El éxodo” se mezclan las referencias bíblicas (“de eso me interesa su poder político y poético”, dice el pibe en Brecha) con lecturas como “Las uvas de la ira” de John Steinbeck. Ese libro también inspiró a Bruce Springsteen para su disco “El fantasma de Tom Joad”. Alguien me había dicho que el Eté tiene la energía de Bruce, esa necesidad de ponerte ahí, frente a él, de que no te quedes lejos. “Se me rompió una cuerda. Ya sé que tocar así no hace que la guitarra suene más fuerte pero bueno, me gana la intensidad”, dirá el Eté en el recital y creo que sí, que los dos tienen que ver y que está buenísimo que el Eté sea lejano como Bruce pero que a la vez pueda agradecer a los padres del batero que les prestan la casa para ensayar. La mamá del batero, dice el Eté, les prepara lemoncello para aclarar la voz. Daría la vida por un lemoncello para mi resfrío pertinaz pero Roberta me alcanza una aspirina que me bajo con una cerveza Patricia.
Al día siguiente, domingo, me voy caminando desde el Spléndido hasta la feria Tristán Narvaja, un pandemónium de frutas, verduras, cedés, ropa, enchufes y adaptadores, libros, especias, sahumerios, y conejitos y loros y gatos en jaulitas. Doy de casualidad con el stand de Alejandro y sus amigos. Compro más libros: “La cara del ángel”, de Pedro Dalton (“fue el fundador de la banda Buenos Muchachos”, me explica Alejandro, que sabe que mis investigaciones vienen por ahí), “Algo se nos ha escapado”, de la peruana Katya Adaui (“son cuentos cortos y extraños, buenísimos”, argumenta Alejandro, que sabe que me interesa la escritura de mujeres) y “El increíble Springer” de Damián González Bertolino (Alejandro dice que es una nouvelle increíble escrita desde la mirada de un niño pero aunque no supiera nada, compraría con los ojos cerrados un libro que se llama así, por lo que promete, y por su tapa sepia con niñitos vestidos como jugadores de fútbol de otras épocas). Conozco a Eloísa, una de las chicas que trabaja en La Lupa y que es increíblemente inteligente, joven y pasada de onda. Hablamos del recital, de Garo, de Laura Gutman (fue de “Buenos Muchachos”) del pibito de Julen y la Gente Sola (el chico protagonizó el video “Jordan”, del Eté). Todos ellos estuvieron acompañando al Eté en el escenario. Eloísa me explica que esos músicos le gustan porque son creíbles. “Se les ven las entrañas”, grafica. A mí también me gusta la gente a la que se le ven las entrañas. Por la noche nos vamos con ella y con una amiga europea que aparece en el camino a un espacio nuevo de la Ciudad Vieja llamado “Tractatus”. Es un centro cultural, un galpón muy reciclado, con butacas super cómodas y buena acústica. Ahí tocan Rosario Bléfari, Jhona y los nombres comunes y el gran Pau O´Bianchi (guitarrista y cantante de otra banda mítica, llamada “Tres Pecados”). Me siento tan feliz. Yo planeaba un viaje bucólico y solitario y de repente me encuentro con gente linda, escucho música que me gusta y de yapa asisto a un auténtico recital del auténtico Pau. Me voy a dormir a mi habitación del Spléndido con una sensación de gratitud hacia el mundo que da una vitalidad nueva. Sí, “gracias” es una buena palabra. Gracias a todo lo que me trajo hasta aquí. Incluso aquella pena que amenazaba con agigantarse en el verano y ya casi no existe, como no existe el desamor que me hacía cantar las canciones del Eté como un conjuro. Sólo queda una línea exigua sobre el agua que une Buenos Aires y Montevideo, señalando dos puntos a los que se puede volver en calma.
Es lunes, estoy por volver pero quiero darme un lujo más. Cerca del Spléndido hay un café fundado en 1927, El Oro del Rhin, que quiero conocer. Preparo la valija y la dejo en el vestíbulo de entrada. Sólo entonces advierto que en el piso hay una alfombra gigante con la cara de un león, y al lado un sillón de madera muy simple y aristocrático y un globo terráqueo. Suena Lou Reed. Cuando siga viajando me quiero llevar todo esto: una alfombra mullida y guerrera por la que pueda caminar descalza, un sillón donde descansar, un mapa redondo y en expansión y música, siempre.
Me siento en El Oro del Rhin, pido un café, miro por la ventana y abro la internet que llevo en mi telefonito. El lunes es tranquilo y luminoso. La información que leo me deja sin palabras: acaba de morir Eduardo Galeano. Miro por la ventana otra vez. Todos tenemos nuestro momento con Galeano. Recuerdo que leí eso del mar de fueguitos a los dieciséis, tras un viaje que había hecho a Rosario para formar un centro de estudiantes en mi pueblo, Firmat. Aún hoy creo que somos un mar de fueguitos y que los hay bobos y luminosos. ¿Es cursi la confianza? De repente siento que estoy respirando un aire que Eduardo ya no puede respirar. Un amigo me dirá más tarde que me paso de dramática. Quizás Eduardo dejó su aire para todos los que escribimos. Se puede tener una opinión u otra sobre su escritura pero lo cierto es que fue parte de mi educación sentimental. Y que es la primera vez que estoy en Montevideo justo cuando él no está. Pienso en la antorcha dibujada en los afiches del recital del Eté dispersos a lo largo de la ciudad. Creo que se trata de eso la escritura, el arte en general. Digo, se trata de compartir y de iluminar.
Me voy a Tres Cruces. Me siento a esperar el colectivo que me lleve a Colonia y de ahí, el ferry. En una pantalla pasan informaciones del día. Una de ellas es, claro, la muerte de Galeano. Aparece un hombre y se sienta frente a mí. Es viejo, de rostro sosegado. Lleva un traje azul desvaído y por debajo asoma una camisa color crema y una corbata ancha. Sus zapatos están gastados. También, la funda de su guitarra. Deposita en el piso una bolsa pesada que dice “Tacuarembó”.  Pienso en la historia de un juglar de “El libro de los abrazos” que la pasa horrible cuando le roban. “Pero nos dejaron la música”, dice al final, como forma de resistencia. Yo era muy joven y creí. Ahí está el señor con su guitarra ahora y la mansedumbre de quien ha visto demasiado como para preocuparse a estas alturas. Sonríe de costado y esa sonrisa es una forma de calidez desinteresada. No puedo determinar exactamente la simetría con Galeano, pero sé que existe.
Me tomo el colectivo. Pienso en la palabra “fuego”. Abro “El increíble Springer”. Leo: “Todos tenemos un momento en la vida en el que escuchamos una palabra por primera vez, y esa palabra tiene siempre, del otro lado, una historia. Y por lo general esa historia transcurre en la infancia”. Sigo en el ferry, mirando la superficie chata y marrón del agua. Va el sol. Río arriba.




domingo, 30 de noviembre de 2014

She changes the weather


(Nota antes de empezar: En general, escribo estos textos con alguna música en la cabeza. Luego busco el video en YouTube y lo subo junto al texto, como una nota al pie, un dibujo, una compañía que despliega sus propios sentidos, que dialoga con lo que escribo. Esta vez no tenía ninguna música especial en la cabeza, sólo quería anotar unas cuantas cosas, las de acá abajo. Y cuando me puse a investigar en la web qué video podía ir bien con estas notas, apareció esta maravilla indie-pop de una bandita de ingleses casi adolescentes llamados "Swim Deep" que me encantó. Esta vez, la música llegó luego y sin embargo, lo que escribí adquiere un nuevo sentido si se escucha con el video o si se mira el video en algún momento. Estos hallazgos no dejan de sorprenderme).


Voy a nadar a las nueve de la mañana, al menos un par de veces por semana. Pero hoy llego bastante pasadas las diez. Me quedé dormida, eso. Es un problema cuando pasa algo así porque estoy tentada de quedarme en casa, no ir a nadar, fumar como un escuerzo, pasar las horas mirando el techo. A veces, agarrar la malla y el bolsito es más que nada un acto de fe. 

Soy parte de un grupo donde hacemos algo que podría llamarse “entrenamiento”. Pero ellos -que entrenan mucho más seriamente que yo- ya se han ido. En el andarivel sólo está Lucas. Es un chico de unos siete u ocho años que a veces nada con otros de su edad. Sin embargo, esta vez no hay nadie más que él. Los dos hemos quedado un poco huérfanos esta mañana. Lleva unos pantaloncitos holgados, las antiparras y un gorro de plástico azul en la cabeza. Yo también tengo un gorro azul y las antiparras y una malla negra surcada de líneas azules y magentas como rayos galácticos. En la pileta, todos tenemos pinta de selenitas, de disfrazados, de raros, de seres escapados de un espacio abisal.

La instructora de Lucas es también la mía, Carla. Es de esa clase de mujeres menudas, de una elasticidad admirable, de una vitalidad que apabulla. Tiene un poco más de cuarenta años y dos hijos. Su hija es igual a ella pero aún más pequeñita. Lo sé porque este año Carla y yo nos hicimos amigas de feisbuk. Las mujeres a veces somos como mamuschkas que llevamos a otras parecidas y a la vez diferentes, en nuestro interior. Esas otras mujeres pueden asumir la forma de hijas pero también de hermanas o amigas o de otras que nos han precedido, aún nuestras madres. Las otras mujeres que somos, que viven de algún modo adentro nuestro, incluso pueden asumir cualquier otra forma de lo vivo, cualquier otra forma externa. A veces creo que vivir y escribir no es más que reencontrar un fragmento de una misma, disperso a lo largo de los siglos.

Carla saluda y me indica que puedo nadar en el mismo andarivel que Lucas, así nos pasa la rutina a los dos. Al costado de la pileta están los guardavidas, que pasan muchas horas absortos en el agua y un poco, en sus celulares. El jefe de todo esto es Sergio, un tipo grande, corpulento, calvo, un viejo lobo de mar de ojos verdes. Sergio usa una remera negra que dice “Killin’ me softly”. Me pregunto de dónde sacó la remera. Él parece muy dueño de sí mismo: ceba mates, acomoda las tablas, las manoplas, las patas de rana que usamos para nadar. Saluda a los nadadores que llegan: hombres musculosos, otros flacos y encorvados, chicas jóvenes que se arrojan al agua con decisión, señoras más grandes que nadan lentamente, boca arriba. Sergio parece conocer a todos. Les va indicando una serie de ejercicios a unos muchachos llenos de tatuajes. Mientras tanto barre el lugar con una escoba que le queda minúscula.

Lucas me mira sin interés cuando me sumerjo. Está entretenido en tocar el fondo de la pileta, aguantar la respiración, hacer burbujas, subir a la superficie exultante, como si hubiese recuperado un tesoro. “Empecemos”, dice Carla. Y Lucas arranca con sus crawl lentos. Lo dejo hacer, lo sigo. No tengo ganas de una rutina de vértigo hoy. Miro el cartel grande, que está al fondo del natatorio techado. “Voluntad y fuerza transformadora”, es el slogan del sindicato que tiene la pileta donde nado. Qué motivador. Es todo lo que necesito para dar las primeras brazadas, que siempre son las más difíciles.

Lucas y yo nadamos juntos y no. Él está en su mundo y yo en el mío. No tengo mucho trato de con niños así cuando tengo uno cerca, me da interés. No soy madre, ni tía, son pocas las amigas con hijos pequeños. Un niño es como un universo cerrado, que de a ratos se abre y deja escapar una bocanada de aire fresco.

Carla está chusmeando con Sergio Killin’ me Soflty. Le habla de un cumpleaños de quince el fin de semana. El asunto me interesa. Le pido a Carla que me cuente, con el cuerpo sumergido en el agua y la cabeza buscando lo que ocurre en al superficie. Ella me dice “ahora te muestro” y busca en su celular. Veo esas fotos. Lleva un vestido apretado y tacos. ¡Mi profe! Irreconocible con una belleza de repente tan sexy aunque, bueno, siempre usa calzas y zapatillas bonitas. Nos ponemos a conversar. Me cuenta que es un vestido que se compró en Las Oreiro. Me cuenta detalles generales de la fiesta, de los chicos que fueron, de la cumpleañera. Lucas escucha con paciencia, con un desinterés amable. En un momento se cansa y empieza a nadar pecho. Se ve su gorrito azul emergiendo rítmicamente del agua. Dios, este chiquito me sacará ventajas si sigo tan dispersa.

Voy y vengo con aplicación. Crawl, espalda, mariposa, pecho. Me pongo las patas de rana. Hago unos largos más. Me saco las patas de rana y me pongo las manoplas. Empujo el agua con fuerza, escucho mi respiración, veo mis brazos entrar y salir del agua, el cuerpo que entra en otra sincronía. El agua es como una piel que me abraza, me cubre, se dispersa y vuelve a acomodarse tras de mí. El agua es una amante perfecta, que te da lugar sin perderse en vos, que se ajusta a tu anatomía pero enseguida cobra su propia forma.

¿Lucas se dará cuenta de estas cosas que pienso? ¿Se me notará de alguna manera, como cuando una llega al trabajo con la misma ropa que el día anterior y una sonrisa ausente en los labios? ¿No es que el agua lava los pensamientos, las culpas, los miedos? ¿Limpia el agua los rastros que dejan en la piel los amores nocturnos o los fantasmas de esos amores que nos asaltan en las horas de sueño y así despertamos, más tarde de lo que debíamos, con la inquietud o el alivio de que nada de eso era cierto? ¿Barre el agua la oscuridad, el desagravio íntimo de saber que amamos a quien no nos quiere y aún así nos metemos en su cama? ¿Tiene el agua la piedad de no llevarse tan rápido un amor que nos cobija y nos presta su piel sin pedir nada a cambio?

El chico me mira con algo de interés cuando por fin descanso un rato. En el borde de la pileta, dejo siempre una botella con Gatorade. La busco. Sergio tiene sus manos apoyadas en el borde de la escoba, que hace equilibrio sosteniéndole el peso. Ha dejado de barrer y parece detenido en otro tiempo. Tomo Gatorade y le pregunto a Lucas si quiere. Me dice que sí. Toma Gatorade, opina que no es muy rico, que tiene un poco de gusto a remedio. Estoy exhausta y él parece recién llegado al mundo. Se vuelve a hundir y a emerger, chapotea, dice que le gustan las burbujas porque son como cosquillas. Carla asegura que voy bien, que desde que volví a nadar voy bien. Sonríe, me hace una señal de triunfo con los puños cerrados y en sus manos (las uñas pintadas de un azul profundo y hermoso) tintinea el dije con forma de cruz de su anillo. Adoro que sea tan coqueta.





domingo, 23 de noviembre de 2014

Brilliant disguise

Gabby llegó de Toronto, de Nueva York, de Rosario y ahora vino a visitarme a Baires por este asunto de la lectura. Trae de regalo una foto de Bruce en Nueva York, tomada por Mark Selinger en 2005. Es una foto en blanco y negro. Bruce está hermoso con sus botas, su guitarra, la ceja levantada en un gesto sexy de niño proletario. Su brazo descansa sobre el brazo de la guitarra, como el roce de unos amantes que han hecho un largo viaje en un colectivo durante toda la noche. Su cuerpo contra dos paredes de ladrillos que se juntan, señalando un vértice. Recordé que alguna vez, cuando Bruce presentó su disco Tunnel of love dijo que se había movido entre dos vértices para escribir esas canciones: el de la identidad y el del amor. Por entonces, Bruce, tenías unos 37, casi como yo, y ya estabas haciendo esa música y diciendo esas cosas en medio de otra crisis amorosa. ¿Cómo no poner tu foto arriba de mis parlantes?
Llego a casa después de una semana intensa de trabajo y después de algunos movimientos de corazón. Hace un rato nos encontramos con T. Ella me dijo por celular “mi mamá leyó el cuento… y le gustó”. Quedé en la escalera del subte, sin querer bajar. Necesitaba que me lo contara todo. “Ahí voy”, dijo y al rato estábamos las dos en medio de la vorágine del atardecer, abrazándonos y hablando y riendo y llorando mientras abajo, los trenes de subte pasaban una y otra vez, resoplando como hombres viejos que quisieran estar tomando cerveza pero deben seguir cavando un pozo. Ese cuento es una celebración para nosotras, que en cierto aspecto lo escribimos juntas.
El asunto es así: hace unos meses decidí contar la historia de T. y de su padre, que sigue desaparecido desde fines de 1976. Nadie supo nunca nada de él, no hay datos de que haya pasado por una comisaría, un hospital, un centro clandestino de detención. A fines de 2012, una amiga de la familia de T. fue a una audiencia durante la apertura de la mega causa Esma. Ahí escuchó el nombre de este señor, del padre de T. Era un dato ínfimo en un océano vasto. Pero fue suficiente. Con los meses, la madre de T. fue llamada a declarar en la causa. Eso causó cierta conmoción familiar, y también, cierta conmoción en el alma de mi amiga. Ella había construido una historia a partir de esa desaparición y ahora, la posibilidad de nuevos datos hacía temblar esos cimientos. Por un lado, era maravilloso; por otro, angustiante. O todo junto. Hablamos varias veces de estas cosas. Pero bueno, las conversaciones de amigas son así, desmelenadas, se dice una cosa, se dice otra, se profundiza un asunto y luego se abandona por otro y quizás más tarde se vuelva. Cada una además lleva su vida y eso es un oleaje que aleja y acerca las palabras, las vivencias. Y por entonces, yo estaba enamorada y por primera vez en mucho tiempo, tenía un amor amable, sin sobresaltos. Esto, lejos de dejarme tranquila, me generaba una curiosidad absorbente. En fin, que yo sentía que había escuchado varias veces las circunstancias de lo que mi amiga me contaba pero que me había quedado en la orilla y ahora era necesario atravesar eso de otra manera.
No quería escribir un relato periodístico sólo porque el periodismo sea mi oficio. De todos modos, para trabajar desde otra zona la “verdad” de los hechos (las palabras son opacas, construyen realidad a su modo; la ficción asume eso, hace de la carencia, virtud) tenía que volver a escucharlos. Quise escribir un cuento, eso. A la ficción y al periodismo le interesan cosas distintas. Cada cual con su método. El mío, en el caso de este relato, fue algo así como despeinar una muñeca de rulos armados, cambiarle el vestido, enloquecerla un poco, colgarle pájaros que hicieran nido en su cabeza.
T. y yo nos pusimos de acuerdo para hacer un trabajo que necesitaba mucho amor, mucha colaboración. Nos juntamos un mediodía, ella empezó a hablar, yo apreté “rec” en mi grabador, trajinado de voces, de historias, de entrevistas. Estuvimos algunas horas así, ella contando, yo preguntando. Volví a casa, desgrabé. Escribo esto, el corrector de word corrige instantáneamente “desgravé” y supongo que eso será algo como quitar la grava del camino, esas piedras minúsculas que hacen ruido bajo tus pies cuando vas sobre ellas. En cierto aspecto, las versiones iniciales del texto requirieron ese trabajo.
Con el paso de los días, el relato fue adquiriendo una voz, una cadencia, un ritmo. Se fue transformando en una historia. Sensei Osvaldo, con quien hacemos taller de escritura, fue muy claro: “Ésta es una carta de amor, antes que todo lo demás”. Y el amor, claro, es personal y político. Así escribí la carta de amor de una hija a su padre ausente, en primera persona.
Una lee, piensa, reflexiona. Y cuando se sienta a escribir, todo eso sigue siendo un susurro pero la protagonista es la intuición. Luego vendrán las correcciones, las ediciones, las decisiones sobre lo que permanece, lo que se reescribe, lo que se borra. Pero el primer gesto de la escritura, vuelvo a decirlo, es la intuición. Y es poner una oreja en voces secretas, que vienen de lo más profundo de esa historia. Una está allí, escuchando lo que el personaje tiene para decir y para callar. Y lo que ese personaje dice es revelador de su mundo, no del propio. Su voz, para que esté viva, está plagada de redundancias, espacios en blanco, repeticiones. También hablamos de esto con Sensei. Me dijo que debía decidir si quería mostrar que soy una piola bárbara, que me doy cuenta de las repeticiones y las corrijo porque manejo el oficio o si, por el contrario, me bancaba que el personaje de ese cuento hablase desde la más vital de las imperfecciones.
Y algo más: el devenir muestra que aún cuando escribimos sobre otros, aún cuando creamos universos distantes, estamos revelando algo de nosotros mismos.
A lo largo de los días, de las semanas, me di cuenta de que también, sin querer, en las palabras de ese personaje que habla de su familia, de su madre, de las mujeres valientes de su familia que preservaron las memorias y los secretos… en esas palabras, digo, también yo le escribía a un amor ausente. Pero para eso, adopté una máscara. Y eso transformó la historia que escribí pero también mi perspectiva sobre esa ausencia que me dolía (que me duele). Bruce dice algo sobre esto que encontré hace un tiempo, antes de cantar “Brilliant disguise”, un tema de Tunnel of love que me gusta particularmente. Él dice que las canciones cambian de tiempo en tiempo, que originalmente pudieron haber tenido una intención pero que en definitiva, aún eso se modifica al calor de los días. Y también: ¿de qué nos enamoramos? ¿De quién? ¿Quién es el otro? ¿En quién se va transformando?  ¿Y uno mismo? ¿Qué es ese disfraz, esa máscara donde jugamos el rol que se pretende de nosotros, que quizás también nosotros pretendemos, mientras ahí mismo se alza nuestro ser más primitivo, nuestra forma más salvaje, luminosa, siempre sedienta de peligro?
El cuento fue haciendo su camino. Hasta que decidí que, al menos por ahora, ya estaba escrito. En ese tránsito, me convocaron desde el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, para leer en la Noche de los Museos. La ex Esma abría sus puertas por primera vez en ese marco.
Las circunstancias que rodean un cuento son eso, circunstancias, que muchas veces no necesitan estar en el relato sino que se quedan merodeando, por fuera. De manera deliberada, había borrado casi todas las referencias que permitieran establecer con claridad el qué, el cómo, el cuándo… digo, las famosas “cinco W” tan caras al periodismo. Me interesaba situar al lector, darle pistas para que no cayera al vacío, pero no del mismo modo que si estuviera leyendo un testimonio periodístico. Y ahora, ese contexto venía a instalarse: me invitaban a leer en el mismo lugar sobre el cual había escrito, sin nombrarlo.
La noche que recibí la invitación para esa lectura, T. y yo nos fuimos a un recital. Bailamos, bailamos, bailamos. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz y tan libre de nostalgias. No necesitaba a ningún tipo amándome, bailando a mi lado en ese momento. Era feliz en un territorio conquistado en base a escribir, escribir, escribir, con un compromiso exclusivo adquirido con el texto, con mi amiga  y con nadie más.
Después del recital T. y yo flotábamos por las calles oscuras, riéndonos porque sí. Esperé un colectivo que pasó repleto de hinchas de fútbol que volvían de un estadio, exultantes. No era un buen lugar para una chica sola un bondi lleno de tipos cantando olé, olé, olé. Así son las cosas. Entonces decidí tomarme un taxi.
¿Qué día leés en la ex Esma?, preguntó T. mientras esperábamos algún auto libre.
Le respondí.
Ah, ok, ese día se cumple un aniversario exacto de que mi madre diera testimonio en el marco de la causa, dijo. Y el taxi llegó y ella me abrió la puerta y yo me fui, mirándola por el vidrio mientras ella sonreía y saludaba, como si todo fuera un chiste. Un chiste extraño, que dejaba la risa en suspenso, una vuelta de tuerca del destino, la cara verdadera de un disfraz que se caía como un velo mientras el auto se iba y yo adentro, haciendo un gesto de estupor. Ella sonreía. Entonces, por más que el asunto estuviera adquiriendo ribetes insospechados, estaba bien.
La Noche de los Museos es una circunstancia donde todos van, vienen, pasan. La gente de la organización convocó a un grupo de poetas  (yo fui invitada por ser poeta) y de músicos (en la próxima vida, quizás sea música, nada me gustaría más) que nos instalamos en una terraza cercana al bar del Conti y a la librería que abrieron hace poco allí. Había luces, micrófonos de un lado y del otro, mesas y sillas donde sentarse. Era un lugar bonito. Es difícil escribir “bonito” cuando se habla de un centro clandestino de detención, emblema del horror, que por siempre estará rodeado de voces silenciosas. Lo bello y lo terrible pueden convivir, sin embargo. Son situaciones que no se anulan. Por el contrario, dialogan de manera constante y juntas, producen una incomodidad que puede transformarse en congoja. Bueno, la belleza nunca es simple, cualquiera lo sabe.
La noche era cálida, la gente iba y venía. Los árboles, alrededor. Muchos árboles con las ramas más altas rozándose. Esos árboles que vieron.
Fui hasta la zona de la luz y los micrófonos, me senté. Dije que había nacido en 1976 y que por eso estar allí era para mí, una circunstancia de enorme compromiso. Puse mi cabeza en blanco porque ya había pensado demasiado. Sabía que debía leer claramente, sin asustarme de lo que fuera a pasar, sin temor de aburrir, con el desafío de no aburrir. No lo digo en un sentido banal: lograr que alguien capte tu atención no es tarea sencilla y nadie tiene por qué bancarse una lectura que lo excluye. Como cuando escuchás a la banda que te gusta. Por un instante, pensás que eso que hacen está cerca y que algo tuyo es parte de eso que acontece. ¿Por qué no hacer de la lectura un acto performático donde hubiese un despliegue de convicción? Escribimos como acto de fe. ¿Por qué ocultarlo? Y si la palabra es un acto de fe, listo, ya, que la voz del personaje me tomase como si yo no fuera más que médium, más que una circunstancia fortuita que hablaba por otra boca.
No sé si funcionó o no. Espero que sí. Todo lo que sé es que en cierto momento, el viento sopló con un poco de intensidad, reverberó a través de las hojas y entre el viento y las hojas hubo un murmullo, un canto, un secreto que se sentó a mi lado y escuchó. Y luego se fue.
Si hubiese querido acomodar todas estas casualidades, seguro no lo hubiese logrado. Sólo cuento las cosas como pasaron. Necesito contarlas, eso es todo. Necesito decir gracias a todas las múltiples, ínfimas circunstancias que han ido articulando este relato. Y también, a las personas que estuvieron ahí, sabiendo el significado que esa noche tuvo para T. y para mí. No necesito explicaciones ni respuestas. Con que la chispa de la intuición siga viva, es suficiente. Y la intuición me susurra que el vértice donde se juntan el amor y la identidad (construcciones nómades si las hay), sigue siendo un espacio de exploración, abierto a múltiples temblores. Hay gente que necesita escribir de muchas cosas. Lo mío es bastante más humilde: sólo necesito escribir del amor y del modo en que el amor nos transforma.  So heavy my heart.



domingo, 9 de noviembre de 2014

Into the mystic

El tipo cierra la puerta y se sienta frente a mí, al otro lado del escritorio. Le extiendo los estudios, metidos en sobres blancos, esos sobres todos iguales que otra gente tenía, como yo, en la sala de espera. Los mira, sonríe y dice “están perfectos”. Y también “tu corazón está perfecto”. Luego da media vuelta sobre su sillón giratorio y empieza a anotar los resultados en la computadora. Supongo que es mi ficha médica. Mientras él trabaja, miro su escritorio, las biromes, unas carpetas. Los médicos son gente previsible, aburrida, que no deja nada a la vista con lo que una se pueda entretener. Me pongo a jugar con un sellito con su nombre que dice “cardiólogo”. El sello está adentro de una cajita de metal. La abro, saco el sello, lo estampo en una hoja en blanco, un recetario. Lo hago una, dos, tres veces. No sé por qué me tomo esa atribución. El cardiólogo y yo no nos conocemos. Fui a consultarlo apenas unas tres veces en dos años. La primera vez que lo vi escuchaba Van Morrison en unos parlantes minúsculos. Supongo que si tu médico escucha Van Morrison,  tenés derecho a jugar con sus sellos. A él no parece molestarle.
Miro también un almanaque de ésos con forma de carpita que tiene por ahí, con el logo de algún medicamento. Hay una foto de una chica en pleno nado mariposa: los brazos extendidos a los costados, las manos con las muñecas laxas, hacia abajo, el cuello arqueado, la barbilla altiva, en el instante previo a hundirse en el agua. Lleva antiparras, gorro y su gesto es de una fiereza delicada, a punto de dar el zarpazo, de impulsarse con las piernas muy juntas para volver a salir con elegancia, porque así es el estilo mariposa. El agua se abre paso para dejarle lugar a la chica, rodeada de espuma, vitalísima.
--¿Vos nadás así, verdad?—pregunta el cardiólogo cuando termina de anotar. Lo miro sin entender porque estaba pensando en la chica, no en mí. Apoya los brazos en el escritorio, se le corren las mangas del guardapolvo y veo que tiene una pulserita hecha de hilo, tejida en macramé, y otra, una cadena finísima de oro. Ninguna de las dos es una hermosura. Ninguno de mis amigos, de mis novios, de mis amantes, de los hombres que por alguna razón me interesan han usado pulseras. Bueno, sí, aquellos de la adolescencia, los de mi época hippie, donde me paseaba por el pueblo con unas babuchas violetas y aros con piedras color ámbar. Pero no todos. Nunca pude establecer una relación interesante con un tipo con pulsera. Y esos otros que usan las de oro, como gitanos, pero sin las artes de supervivencia que los gitanos llevan en su sangre como la ofrenda que preservan a pesar de siglos de persecución, me interesan menos. Empiezo a desconfiar del cardiólogo, de que realmente sepa de qué habla cuando se encuentra frente a un paciente.
--Sí, nado así –respondo. Pero no me sale mentir. Entonces digo: “En verdad, hace un par de meses que no voy a la pileta”. Me mira. Arquea las cejas, oscuras sobre sus ojos claros, color ámbar, color oro de pulsera. “Y además, fumo bastante”, lo desafío como para dejar en claro que a pesar de todo eso mi corazón está perfecto, como él mismo dijo.
--¿Por qué dejaste de nadar?
--Porque tengo líos amorosos.
--No entiendo.
--Me puse triste y no me dieron ganas de levantarme a la mañana para ir a nadar. Me quedo escribiendo o lloro o miro el techo. Y fumo.
--¿Te hace bien?
--No lo sé. A veces una simplemente no puede hacer ciertas cosas.
--Pero te gustaba nadar.
--Ahora me gusta más fumar.
--Pero si estás triste, con más razón tenés que cuidarte. Ahora nadie va a correr por vos si te pasa algo.
--No sé si alguien corría por mí antes. Quizás ése fue nuestro problema. Corría con él y de repente me encontré corriendo sola. La pasábamos genial corriendo juntos, esquivando bombas, alejándonos de cualquier malentendido, nos podíamos desplomar a la noche uno en brazos del otro y eso era suficiente para levantarnos al otro día y volver a correr.
 Nos miramos. El cardiólogo parece muy interesado en lo que cuento. Yo siento que me estoy sumergiendo en aguas oscuras. Pero al mismo tiempo, que necesito contarle a un extraño lo que viene pasando.  Quizás porque al otro no le importe mucho y eso aligera el peso también para mí.
Respiro.
--Mirá, cuando nos conocimos, me pasé dos noches seguidas leyéndole un libro llamado “Seda”. ¿Lo conocés?
Él niega con la cabeza.
--Es la historia de un comerciante de gusanos de seda que cruza el mundo varias veces para llegar a Oriente, a fines de 1800. Él es francés, los gusanos de seda escasean, se embarca en viajes larguísimos a Japón, su mujer lo espera porque lo ama. Él se enamora de una mujer que apenas atisba algunas veces, la mujer del monarca japonés que le vende los gusanos. Él crea a esa mujer en su cabeza y ella siempre se va. Hasta que desaparece completamente. Su mujer real entiende esa obsesión mejor que nadie. El negocio fracasa, él deja de viajar y se hunde en melancolía. Ella le devuelve a la mujer soñada, a su modo, pero él jamás se entera de que cierta carta fue escrita por la mujer real y no por la chica soñada. La mujer real muere. Sólo entonces, de casualidad, él comprende.
--Es una buena historia –observa el cardiólogo.
Le digo que hay varias más en el libro pero que yo sólo recuerdo esa ahora. Y que el hombre que amé se ovilló a mi lado dos noches enteras para escucharme leer. Y que yo me enamoré de él porque si un adulto aún puede escuchar cuentos, entonces tiene un alma hermosa. Y que luego él se fue tras otras mujeres soñadas o tras otras cosas que no tienen que ver con nosotros.
--Él tiene un alma gitana, como dice ese tema de Van Morrison que escuchabas la primera vez que vine –sintetizo.
El cardiólogo se empieza a reír. Descubro que estoy llorando, que unas lágrimas finas ruedan hasta la barbilla. No es un llanto aluvional. Es como cuando mirás una película o escuchás una canción que te conmueve. Nada se desgarra, sólo se disgrega. Pero, fuck, no puedo parar de llorar y es necesario salir ya salir de esa situación.
--Viniste al lugar adecuado porque aquí yo veo muchos corazones rotos –bromea mientras se levanta y va hacia atrás de un biombo. Vuelve con unas hojas de papel áspero, de ésas que una usa para quitarse el gel tras las ecografías. “Es todo lo que tengo”, se excusa. Yo me seco las lágrimas con las hojas ásperas.
--Mirá, por acá pasa todo tipo de gente. Y veo muchos corazones que no funcionan bien. Pero lo peor de todo es que hay gente que no siente nada, que no puede sentir nada. Les pasan cosas todo el tiempo, buenas o malas, y ahí están, con sus corazón inmóviles. Decime ¿qué se hace con alguien que decidió no sentir?
Para ser cardiólogo, maneja bien el asunto de las metáforas, pienso.
--Lo que quiero decir es que mientras puedas sentir amor y tristeza, mientras tu corazón esté sano físicamente como dice esta ecografía, estás en una situación más ventajosa que un montón de gente. Ese amor es tuyo, no del otro, y es lo que te va a permitir enamorarte otra vez. Es probable que ahora creas que eso no sirve de nada. Pero ésa es tu fortaleza. Todo esto pasará. Mientras tanto, podrías dejarte de joder y volver a nadar.
Le pregunto por qué usa pulseras.
--La de macramé es de mi hija menor y la de oro es de mi hija mayor, que hace joyería.
Parece leer lo que pienso.
--Yo no usaría pulseras. Pero las de ellas, sí. El amor es tonto pero eficaz.
Sonrío. El cardiólogo dice que vuelva en un mes porque me vence el certificado que necesitan en la pileta cada año para saber que no me hundiré en el agua. Es su modo de decir que confía en mi estilo mariposa.
Salgo a la calle. Hay un sol gigante. Me compro un alfajor Suchard y me lo como sentada en una esquina, viendo pasar los autos bajo el mediodía.
Hoy volví a nadar.


martes, 13 de mayo de 2014

Primera evocación de Adriana

I dreamed of being a missionary / I dreamed of being a mercenary. /My knapsack was a width of linen / tied like a pump on a stick. (tomado de "Woolgathering" de Patti Smith)

Ahí, donde estaba, la casa no existe más. Cecilia lo dice con esa voz tan suya, lenta, suavísima, capaz sin embargo de alzarse por encima del ruido creciente de la pizzería, donde cada vez entra más gente. Su frase queda suspendida un segundo en el aire y se cae, vencida quizás por el olor a muzzarella, por su propio peso. Ella sonríe. Yo suspiro.
Conocí esa casa en 2005. Era grande, sólida, magnífica. Adelante estaba el estudio de danza, un recinto muy grande con el piso de parquet y varios espejos en los costados, donde una podía mirarse. La casa tenía más habitaciones, algunas no se usaban nunca, llenas de muebles pesados, en penumbras. Había un patio central, cubierto de plantas con una fuente pequeña en el centro. Siguiendo la escalera, se podía acceder al patio, el territorio de Perlita, la gata tricolor que aún sigue viva. Me gustaba colgar la ropa mojada en la soga, un lujo que los departamentos que vinieron después no admiten. Me gustaba tomar sol en verano con Perlita, que subía de vez en cuando para refugiarse bajo un techito cercano.
 Me quedé a vivir ahí, con algunas interrupciones, hasta comienzos de 2007, cuando me mudé a Buenos Aires. Tenía mi habitación contigua al pasillo, donde Cecilia se había armado un cuarto de estar con su computadora, al lado del estudio. Cuando volvía de trabajar, a veces me ponía a escribir. Cerraba la puerta de vidrios y madera de la que colgaban unas cortinas tejidas al crochet para preservar un poco la intimidad. Al lado se escuchaba música; quizás el mismo tramo una y otra vez mientras mi amiga daba clases o bailaba sola o con otra gente. Nunca aprendí a bailar.
Había llegado a esa casa de calle Ovidio Lagos gracias a Adriana. Creo que nos habíamos conocido en la facultad. Por entonces, yo ya me había recibido en Comunicación, trabajaba en el diario El Ciudadano, estaba cursando algo que se denominaba “materias pedagógicas”. Supongo que fantaseaba con dar clases, algo que hice más tarde aunque nunca terminé con el ciclo de las pedagógicas. Adriana, sí. Ella estudiaba con una aplicación infrecuente. Estaba a punto de graduarse en Bellas Artes. Pero no necesitaba títulos. Era artista por derecho propio, brillante, inteligente, yendo por la vida con una velocidad pasmosa.
No tengo muchos recuerdos de esas primeras épocas donde me mudé a la casa de Cecilia, quizás porque no pensaba demasiado en lo que estaba pasando si no en lo que iba a pasar. Ya no me sentía a gusto en Rosario como antes no me había sentido a gusto en Firmat y ya se sabe cuando no se está a gusto, es necesario irse. El asunto era dónde y a hacer qué.
Cosas que recuerdo de Adriana: que era flaca y menuda, que usaba borcegos que una noche me prestó (no sé en qué circunstancias había quedado sin zapatos pero se ve que fue así), que adoraba los juegos de palabras, que leía y estudiaba muchísimo, que amaba el libro “El Pasado” de Alan Pauls. Que adoraba el color azul. Que se reía seguido. Que alguna vez nos besamos apenas. Que para ella fue más sorpresivo que para mí y nunca volvimos a tocar el tema.
Al poco tiempo de mudarme a la casa de Cecilia, Adriana me regaló un reloj despertador. Cuadrado, chino, de ésos que hacen ruido al marcar los segundos. Adriana me regaló tiempo. Y eso era lo que yo necesitaba, además de sus charlas. Comenzamos a urdir el Plan Baires en la pizzería Manolo´s, cerca de la casa de Cecilia, que también era mi casa y cerca de la casa de Adriana. Auténticas chicas de barrio. Otra cosa difícil irse; “china”, decía ella, como el despertador. No conocía a nadie acá. Ni tenía plata. Sólo mi oficio y una convicción ciega de que había que saltar. Suficiente. Todo lo demás fue ocurriendo y no es materia de este relato. "Plantá bandera, encargate de defender lo que querés, nadie más lo va a hacer", arengaba Adriana mientras pedíamos otra cerveza y no nos importaba que se hiciera tarde, que fuera de noche.
Cuando me vine, el relojito chino fue uno de los pocos objetos que me acompañaron. Algunas otras cosas, varias, quedaron en la casa de un novio de quien me separé al poco tiempo. Los días se hicieron semanas y las semanas, años. Comencé a volver a Rosario cuando mi madre y mi hermana dejaron Firmat y se mudaron ahí. Rosario es siempre una ciudad plagada de recuerdos y como los recuerdos me abruman, la ciudad y yo estamos a cada rato estableciendo alianzas, renegociando territorios, acá podés ir, acá no.
Adriana fue quedando en las zonas de esos recuerdos incombustibles. O más bien, en la zona de gente incombustible. Esa gente que estuvo en cierto momento crucial. Luego el tiempo compartido se fue diluyendo pero no la amistad. O quizás la amistad también. Es raro lo que ocurre porque pueden pasar años pero cuando una ve a sus amigos puede retomar las cosas en el lugar exacto donde las dejó. Yo nunca tuve el valor de averiguar dónde dejamos nuestra amistad Adriana y yo.
Fue Cecilia quien se tomó el trabajo de contármelo. Ocurrió la semana pasada, mientras iba a buscarla a su hotel. Pensé cuándo la había visto por última vez. Sí, a comienzos de 2012. Estaba en su casa medio de casualidad y me quedé ahí hasta la hora de salir. Me había mirado en el espejo, vestida de negro, peleada una vez con esa ciudad que parecía no necesitarme, no vuelvo más no vuelvo más pero acá estaré por unas horas más. Esa noche llovió muchísimo. Esa noche conocí al hombre con quien estuve hasta hace unos meses. Llegó al bar envuelto en una capa de nylon, recién llegado de la isla, del río, de esos lugares donde siempre ha tenido sus reinos secretos. Sonrió, me enamoré, no nos separamos. Para él, la distancia entre Rosario y Baires se reducía a un colectivo que se tomaba cada fin de semana hasta que yo volví a hacer lo mismo. De su mano, la ciudad volvió a abrirse como si esta vez hubiese depuesto armas. Quizás lo hizo, quizás la que no sabe cómo bajar la guardia soy yo, ahora que Rosario está erizada de recuerdos otra vez.
Mientras tanto, unos meses antes Adriana se había enfermado de algo muy grave. Algo que, me advirtió Cecilia cuando me llamó para contarme, era probablemente irreversible. Vi a Adriana unas pocas veces. Una vez se había puesto una peluca de tejido denso para cubrir los efectos de la quimio. Le dije que le quedaba linda. Me dijo que sí, pero que en verano era insoportable.
Cecilia me escribía cada tanto para contarme cómo iban marchando las cosas. Yo decía cosas como “sí, dale” pero nunca hice nada. Podría justificarme diciendo que tuve unos líos importantes pero cualquier cosa que diga resulta de un egoísmo que me avergüenza.
Adriana murió el año pasado. Ese día decretaron duelo en la Escuela de Arte. Alguien puso un cartel escrito en letra de computadora sobre los portales cerrados. Alguien escribió “te voy a amar por siempre” debajo del nombre de Adriana.
Ahora Cecilia está frente a mí y me cuenta que la casa ésa que parecía indestructible, no existe más. La vendió y la constructora la demolió para construir un edificio. Por estos días, mi corazón parece anclado en una pena antigua. Ya no hay razones para estar triste y sin embargo, es mentira que el tiempo es lineal, que cura las heridas y todo eso. El tiempo es acumulación. Algo del pasado vuelve y es como una mariposa hecha de furia que bate sus alas y hace volar polvo; incluso toda la tierra. El tiempo es capaz de doler más que antes.
Comemos pizza mientras hablamos muchas cosas, con naturalidad, con amor, sin ningún tipo de reproche. Ella está igual de hermosa a cuando dejamos de vernos. Y tiene esa capacidad de tranquilizarme. Hablamos de nuestros amores nuevos. No hablamos de Adriana, no ahora, no ahí.
Caminamos las dos por Corrientes bajo la luna, bajo la noche.Me olvidé de traerle un ejemplar de mi libro de poemas, el que acabo de publicar. Se lo había prometido. Empecé a escribir algunos poemas en la pieza de la casa que ya no existe. No puedo dejar que Cecilia se vuelva sin libro a Rosario. Le regalo uno mejor: Tejiendo sueños, el libro de Patti sobre el que escribí hace unos pocos meses, cuando mi vida dio un vuelco otra vez. Le cuento la historia del libro, editado por primera vez a comienzos de los noventa en Estados Unidos, cuando Patti dejó la música por un rato y vinieron la muerte de su amigo Robert Mapplethorpe primero y su marido después. El libro no habla de ellos, no directamente, sino de una infancia que Patti vivió o deseó, no se sabe bien. No había traducción en castellano hasta ahora y no era fácil conseguirlo en inglés.
Le hablo a Cecilia del hombre que me ayudó a traducir algunos párrafos que encontré en internet. No sabía que viajaría lejos con él, que compraríamos ese libro una tarde adorable de lluvia en una ciudad donde no hablaban nuestro idioma. Ni sabía otras cosas que sigo sin saber.
Nos refugiamos un rato en un bar. La puerta se abre, a cuento de nada, entra un poco de viento, caen unas servilletas de papel al piso. Servilletas blancas, como banderas que ondean un instante, como hojas que esperan ser escritas. 
Cecilia me cuenta cosas sobre los últimos días de Adriana. Lo hace sin énfasis en el dolor, con aceptación del dolor, de lo inevitable. Escucho, escucho, escucho.
Pienso en el relojito chino, que obstinadamente sigue marcando las horas en mi habitación.
Pienso en todas las cosas que se extinguieron.
Pienso en todo lo que no puedo dejar atrás.
Cecilia sonríe y dice que a veces siente que Adriana está cerca.



sábado, 18 de enero de 2014

Lo cotidiano está vivo pero también, en peligro de extinción



Julián era mi vecino de al lado. Nos cruzamos en el pasillo algunas veces. Nunca nos dimos mucha pelota.
La portera me contó que es de La Pampa, que su padre tuvo un puesto alto en el Congreso, que durante un tiempo Julián mismo anduvo en algo ahí. Genial, un detestable nenito de papá, pensé. Pasaron los años. Lo escuché poner música tecno fea cada noche, me escuchó coger. Es que la pared de su living da a mi dormitorio. Y las paredes aquí son tan finas que a veces los ruidos van y vienen a su antojo, burlándose de cualquier propiedad privada.
Desde hace unos meses compartimos Internet. Por eso me dejó su celular. Ni lo anoté en el mío. Puse el papelito con un imán, en un costado lateral de la heladera. Y lo olvidé.
En algún viaje por ascensor me contó que su padre había venido a instalarse nuevamente porque tuvo una operación importante en el corazón. Otra vez avisó que el padre estaba mejor, que los fines de semana se iba a Tigre y después volvía. Yo sabía cuándo su padre estaba porque escuchaba a Fantino en la tele y porque escuchaba ataques de tos. Supongo que el departamento de Julián tiene dos habitaciones porque nunca había escuchado ruidos contra mi pared, salvo cuando apareció Don Padre. Supongo, entonces, que el padre ocupó la habitación que Julián no usa. A Julián nunca lo escuché toser ni coger, sólo música tecno.
Hace un rato, le mandé un mail a un escritor que me cae bien aunque no lo conozco. Pero me gustan sus textos irreverentes y sucios sobre putos, travestis, sobre él mismo y las notas periodísticas que publica en Soy y el sentido del humor que destila en todo eso que escribe. Es que me enteré que el escritor tuvo un problema gravísimo de salud y zafó. Le escribí para decirle que causa alivio que su foto de perfil de Alejandro Urdapilleta esté acompañada de actualizaciones donde habla de su dolor pero también de su entereza. Está vivo. Escribe. Se ríe de sí mismo. Está vivo.
Después Internet se cayó. Pasó un rato largo y nada. Busqué el papelito. Llamé a Julián.
Por el pasillo iba escuchando el ring tone de su celular, que era como de cadenas que se arrastran.
Salí a la puerta. La de él estaba abierta. “Soy yo, tu vecina”. “Ahí voy”, respondió. “Mirá Julián, que si me desconectaste de Internet por los ruidos que hago algunas noches, está todo mal”. Se rió.
Lo invité a pasar y a sentarse. Es la primera vez que hacía eso.
Parecía triste. O agobiado. Sus ojos tenían las persianas bajas. “Me voy”, dijo, “me vuelvo a La Pampa”.
Quedé muda. Pensaba que este pibe era la clase de gente que no altera sus costumbres.
Pregunté por qué. “Porque debo estar grande y ya me embola Buenos Aires, porque tengo ganas de vivir otra vez en La Pampa, de tener mi propio negocio, de no andar esclavo de esta ciudad”. Es un tipo largo con rulitos de un rubio claro. Se apoyó en la mesa, medio torcido. Parecía una soga atacada por la tormenta en un barco a la deriva. Me dijo que volverá en febrero por unos días, para llevarse sus últimas cosas. Suspiró.
Me preguntó qué onda yo, en qué andaba. Le hablé de mis cosas por arriba. Pero también le dije que sé lo que se siente cuando sos de otro lado y estás acá.
--Sí, fueron muchos años. Y siempre me puse de novio con pibas de afuera. Chicas de Misiones, de Chaco, de allá, siempre de allá. Chicas que siempre volvían a sus ciudades. La última es de La Pampa, de mi ciudad –dijo. Era algo parecido a una confesión.
--Bueno, a lo mejor puedan componer.
--No sé, no lo creo. Estar en la misma ciudad no garantiza nada.
Dijo que su padre vendrá algunos días al departamento, menos que al principio. Pero que por ahora no me preocupe por Internet. Agregó: “qué loco que la primera vez que me llames sea justo cuando me estoy yendo. Por ahí tenés un sexto sentido”.
Se levantó. Se fue. Volvió. “Ya tenés conexión, se ve que desenchufé unos cables cuando saqué el equipo de música”, anunció. Y también: “ya no te voy a joder con la música”.
El escritor me devolvió el mensaje. Me cuenta un poco de su estado de salud que lo ha dejado con debilidad en los músculos. “Es una experiencia nueva, que me dicen pasará con el tiempo, pero uno siente que el tiempo es una categoría extraña y que todo es el dolor presente”, escribe.
Escucho a Julián ir y volver un par de veces más. Lo escucho cerrar la puerta de su casa. Está con alguien, con otro hombre. Le dice “listo, vamos”. Bajan por el ascensor.
Una llega a creer que lo cotidiano no se modifica, que está ahí como telón de fondo, como el puerto inmutable donde volver cada vez que todo lo demás se desmorona. La calle donde decidiste quedarte, la portera, los árboles, la pintada de enfrente, la puerta de tu casa que no le abrís a cualquiera. Hasta que alguien se muda, el panadero de al lado se muere, termina un año y una advierte que también en el alma murieron muchas cosas. Entonces te das cuenta de que el tiempo no se detiene: ahí donde está el puerto acecha también el desborde.